Pienso que aquel
maldito día de la también maldita fiesta, fue crucial para lo que ha sido el
resto de mi vida.
Aquella noche, y una
vez perdí de vista a mi padre, Isabela, que no paraba de reír ante la situación
y yo, nos acercamos a un grupo donde un joven con guitarra en mano complacía a las chicas que le rodeaban
cantando canciones con voz divina. Era
Ernesto, el que sería mi primer gran amor, y el que me dejaría con el
tiempo hecha un trapo.
Isabela me daba codazos mientras se tambaleaba
sin dejar de vapulear su melena, yo intentaba aguantarla mientras no le quitaba
ojo a aquel chico. No recuerdo como entablamos conversación ni como me
convenció para que al día siguiente me viera en un viejo local decorado con
posters de Jarcha y Mocedades. Allí un grupo de
jóvenes con guitarras, violines y un contrabajo que manejaba un chico
muy corpulento, se dedicaban a cantar y
hacer fiestas benéficas. Aquello me gustó y más aún me gustaba aquél chico con
cara y mirada de pillo.
En aquél lugar pasé
gran parte de mi juventud. A veces iba a visitar a la Nenas, jamás perdimos el
contacto. Por su parte, las MegaPinkitas, continuaban con sus exclusivas
fiestas acompañadas por jóvenes con futuros muy prometedores.
Transcurrían los meses y aquél muchacho no dejaba de tontear
conmigo: que si vengo, que si me voy, que si te acompaño a la entrada del
callejón, hoy no te digo nada y te vas
sola, hoy me voy con la tuna, no me
gusta que hables con aquél …. El muy
cerdo disfrutaba así, y yo hecha una imbécil
aguantaba todas aquellas incoherencias.
A veces me cogía de la
mano y me sacaba de aquel lugar para darme un paseo como si fuese un caniche. Y
en ese momento en el que yo tenía que preguntarle que mierda era yo para él, me
limitaba a mirarle embobada, mientras él se paraba a hablar con todo ser
viviente que se encontraba. Al día siguiente, le tocaba flirtear con las otras chicas.
Todo acabó o mejor
dicho comenzó cuando ya cansada de tanta burla me quedé en casa durante una
semana. Entonces me llamó y me pidió que le acompañara. Sin mediar palabra, me
llevó a su casa y me presento a toda su familia. Una gran familia, «enoooorme» familia.
—Ésta es Laura, mi
novia, dijo.
— ¡Lo conseguí!, pensé.
Gracias a mi perseverancia y paciencia, lo conseguí.
Como nota final a ese
día tan especial, a las dos de la madrugada un grupo de chavales que formaban
la tuna del instituto y dirigida por Ernesto, se plantaron bajo lo que creían
era mi balcón entonando tiernas y apasionadas canciones. Claro que, como nunca
me había llevado a casa, cantaban en el portal
equivocado recibiendo por respuesta una fresca lluvia de agua que
provenía del piso de algún vecino que carecía de romanticismo alguno.
Salíamos con su
hermana, Lola, y su pareja. Los cuatro
nos paseábamos en aquél Renault 4l de
segunda mano, que el novio de Lola se había comprado. Tomábamos pulpo a la
gallega en nuestro bar favorito y de vez en cuando, al anochecer, nos
dirigíamos al lugar más apartado y oscuro que podíamos encontrar. Allí y
siguiendo un turno ya establecido, una pareja se esperaba fuera del coche (en
invierno algo incómodo) y otra se quedaba en él
para desahogar sus ardientes deseos.
Por cierto, tampoco
hubo sexo consumado en ésta relación. Ernesto, como muchos chicos de su edad,
tenía un pequeño problema que necesitaba de intervención quirúrgica, no
pudiendo rematar la faena. Para mí eso no era ningún inconveniente, me conformaba
con sentir sus abrazos, besos y manos sobre mi cuerpo. Le amaba profundamente.
Y supongo que él sí quedaba satisfecho.
Habían transcurridos
más de cuatro años cuando terminó los estudios en el instituto y se alistó al
ejercito de marina donde los muchachos a
los que no les gustaba mucho estudiar, encontraban un futuro prometedor. En su
primer destino, lejos de nuestro pueblo, conoció a una chica, administrativa,
bastante mayor que él y que consiguió pronto cautivar: el chaval era muy
enamoradizo.
Yo recibía de vez en
cuando una mantelería para el ajuar con una nota cariñosa que decía:
—No te olvido, pronto
estaremos juntos para siempre.
Ilusionada, me hice de un baúl de madera donde las
guardaba con todo mi cariño. Ese tío tenía un morro de espanto y era un genio
del engaño. Llevaba las dos relaciones adelante, con la mayor facilidad del
mundo.
Yo soñaba con casarme
pronto, tener mogollón de hijos y ser la mujer más feliz del universo: ¡qué
ingenua!
No sé dónde metió a la
pobre mujer ni que excusa le pondría la semana que fui a visitarle. No noté
nada extraño, fue una semana maravillosa. Paseábamos por las calles de aquella
ciudad encantadora y me abrazaba en cualquier esquina con gran cariño.
Pero aquel juego no
podía durarle mucho tiempo y durante unas vacaciones en las que él volvía a
casa y yo le esperaba con toda la familia al completo, sonó el teléfono. Me
lancé a él como una loca.
— ¿Sí? ¿Ernesto?
— No, no, soy Elena,
¡hola! ¿Es que no ha llegado aún?
—Pues…no. ¿Quién le
llama por favor?
—Elena, ¿tú eres su
hermana? ¡Qué gusto de hablar contigo!, y va la tía y se ríe.
— ¿Puedes decirle que
me llame cuando llegue, por favor? Es sólo para quedarme tranquila.
Tiré el teléfono y salí
corriendo hacia la puerta.
— ¿Qué pasa? ¿Qué
pasa?—, gritaba todo el mundo intentando retenerme.
— ¡Dejadme! ¡Qué
sinvergüenza!
—Chiquilla, tranquila
¿Quién era?, a Lola se le puso la cara amarilla.
En medio de aquel
barullo, llaman a la puerta y allí
estaba él con cara de «no he roto un plato en mi vida».
Su padre lo coge del
brazo, su madre se hecha a llorar, su hermana le pega dos gritos.
— ¿Pero tú que has
hecho animal? ¿Quién leches es Elena?
Los primos aguantando
al padre, la hermana agarrándome del brazo, yo que me suelto y me largo
escaleras abajo: todo un drama.
Me encerré en casa y no
quise saber nada durante un tiempo. Lola me llamaba para consolarme.
— ¡Cuánto lo siento
Laura!, éste se va a arrepentir. Te lo digo yo.
Después de unos años, y
cuando aquella mujer le dio una patada en el culo, comentaba por el pueblo que
yo tenía que haberle esperado. Me meo de risa.
Esta vez sí que me
quede muy tocada, lloraba por los rincones y sentía que la vida había acabado
para mí. — ¡Esto es una mierda! ¡Una gran mierda!, me decía mientras el llanto
me ahogaba.
Pero allí estaban
ellas, mis salvadoras, las mejores amigas del mundo: mis Nenas al Poder.
En el pueblo comenzaba
la feria anual y no se les ocurrió otra cosa, para hacerme salir de aquel
estado donde me quería morir, que apuntarme al
concurso: “Las chicas más salerosas del pueblo». Cuando recibí la
citación para la entrevista había acabado de raparme el pelo como señal de
protesta por las mujeres engañadas por tipos como Ernesto. Mi nuevo aspecto no me favorecía
nada.
Así me vi sentada en la
sala de espera, junto a otras chicas con hermosos cabellos largos o cortes
clásicos de medias melenas y yo pelona
con cara de póker. No sé cómo fue que me eligieron, pero ocurrió. Las chicas
que habían ganado el concurso saltaban de alegría y mis queridas colegas me
felicitaban satisfechas por su labor. Tengo que agradecerles a las tres, la
semana tan fantástica que pasé, aunque de vez en cuando tuviera que esconderme
en algún rincón de aquella divertida feria a desahogar mi pena.
Ya son casi las cinco, al final se me hace tarde. Me
duele la cabeza y no es de extrañar joder. Carolina me aconseja que nunca mire
hacia atrás, cosa que llevo haciendo desde que me divorcié.
Espero pasar una buena
tarde, despejarme y divertirme. Con mis chicas es fácil y yo tengo que
intentarlo.