lunes, 4 de marzo de 2019

¿Volvemos a ponernos tacones? Capítulo II-El primer desengaño




Cuando consigo llegar a la cocina, observo que mi madre tiene el ceño fruncido. Me mira fijamente y yo intento mostrarme lúcida y serena intentado sacar una  voz decente:
— ¡Buenos días mama!
— ¡¿Qué pasa?! ¡Vaya nochecita! Anda que así vas por buen camino…
—Mama, no empecemos, ya no soy una niña.
— ¡Pues por eso lo digo!... ¡Qué vergüenza! ¡A tu edad! ¡Si ya lo sabía yo!: como os juntéis el corrillo, la fiesta no tiene fin.
—Prepárame un café «porfi» y no me calientes la cabeza. Mi cabeza  no es tal. Es una bola pesada sobre mis hombros que no logra mantenerse derecha.
En realidad tiene razón. ¿Qué hacemos cuatro mujeres ya veteranas intentando pasar una noche loca de adolescentes? Eso de «volver a empezar» y «rehacer tu vida», según Matilde,  quiere decir: salir, bailar, alternar y pasarlo de puta madre sin ataduras.
— ¡A tomar por culo! ¡De vez en cuando un polvete y punto!, decía.
Matilde lo tenía muy claro: no estaba dispuesta a volver a perder su independencia con otro matrimonio.
Tuvimos que cambiar varias veces de local hasta encontrar el apropiado para nosotras, porque, la verdad, no te sientes muy cómoda junto a chicas prototipos— hermosas, jóvenes y frescas—  cuando ya tu tripa ha comenzado a relajarse y tu trasero ha descendido varios centímetros.
A media mañana mi smartphone ya está colapsado y los whatsapps se suceden de manera continua:
—Oye, ¿qué tal te lo pasaste?, ¿para cuándo la próxima?
— ¡Lauraaa!, ¿lo pasaste bien? Nosotras te pondremos al día rápidamente. ¡Oye, di algo!
— ¿Viste aquel pedazo de maromo? Ya te dije que le miraras fijamente, eso funciona.
Claro que funciona: si tus ojos no bizquean después del vino de la cena y los sucesivos brindis dedicados a ese nuevo horizonte que se abriría ante mí.
No me da tiempo a responder tanto mensaje,  así que opto por silenciar el móvil. Me recojo en el sofá sintiendo como sigue protestando  mi estómago después de tantos excesos.
La soprano que me deleitó con sus canciones bajo la luna, Almudena, tarda poco en llegar a casa para ver mi cara de satisfacción por tan fantástica celebración. Cuando entra en el salón y me encuentra allí desparramada, noto un poco de desilusión en su rostro.
— ¿Qué te pasa? ¡¿No me digas que no disfrutaste?! Te veo algo desmejorada…
«Nooo, me lo pase de maravilla…», pienso para mis adentros, «lo único que ocurre es que me duelen los huesos, los pies, la cabeza, tengo dos rasponazos en los tobillos, y siento que voy a vomitar nuevamente en breve…».
—Sí, sí, ¡estuvo genial!—le respondo—.Me alegré mucho de volver a reunirme con vosotras. Gracias a todas pasé «un día-noche-madrugada» inolvidable.
—Pues hemos quedado a mediodía a tomar unas copas en la terraza del Gandhi, allí se está genial al sol— me propone con buena intención.
—No me apetece, de verdad, Almudena.
—Lo dejamos para otro momento ¿vale? ¡Besitos y achuchones para todas!
—Pues tú te lo pierdes. ¡A ver si te espabilas!
Si tarda cinco minutos más en marcharse, le vomito encima.
Llego al baño muy a lo justo y veo  las baldosas caer sobre mí a la vez que yo, caigo sobre el wc: — ¡Por Dios, que mal me siento!—
Decido que lo mejor es volver a acostarme para que mi organismo se recomponga y aunque ya no tengo sueño, necesito una cama y sobre todo…silencio… mucho silencio, algo difícil con mi madre sin parar de hacer especulaciones sobre “la mala vida que iba a llevar a partir de ahora”:
— ¡Maldito sea el día en el que conociste a ése tunante!, murmuraba.
La verdad es que  no lleva muy bien esto de la separación. Desde que volví a casa, está bastante preocupada por mí.
— ¡Hija a tu edad y divorciada! ¡Con lo malo que está ahora el mercado! ¡Te quedarás soltera para toda la vida!—, me decía constantemente.
Ya en la cama siento pena de mí misma: a la incansable, divertida y sensual Laura, ahora le supone un gran sacrificio emperifollarse, salir a la calle y divertirse.
— ¡Yo que he sido «la reina del mambo»!
Me viene a la mente cuando, con unos catorce años,  me rondaba un chico que se paseaba por la Real, el centro del pueblo, con una Mobylette amarilla que por aquel entonces, molaba bastante.  La pandilla de “Las Nenas al Poder”, de la cual me hicieron líder, nos asomábamos a la ventana del colegio para verle llegar cual caballero errante. Allí esperaba en la puerta principal para recogerme y yo me arreglaba el pelo y me perfumaba para encontrarme con él.
— ¡Jose Luiiiiissss!, ¡Guapooo! ¡Tiooo bueenooo¡¡Ya baja Laura!—, Matilde siempre tan discreta, le pegaba voces desde la ventana.
Él me montaba en su «pedazo de moto» y me paseaba hasta llegar a «La Alameda», lugar de reunión y cortejo de los jóvenes del pueblo.
Ese chico hizo que por primera vez, mis manos sudaran y el estómago se me encogiera al verle y no es que fuéramos lo que se dice una pareja ideal: yo le llevaba como tres palmas de altura y a la hora de bailar en los habituales guateques que celebrábamos, su cabeza quedaba justo a la altura de mis pechos. Mis cachondas amigas se descojonaban en un rincón viendo el panorama.
No pasamos de unos tímidos besos en el cine sentados detrás de las Nenas que nos acompañaban a todos sitios y que por supuesto, no prestaban atención alguna a la película.
Todo terminó cuando un verano dejó embarazada a una inglesa y se marchó con ella a Canadá.
— ¡Dos semanas estuve llorando rodeada por mi gente que intentaba darme ánimos!—
Cando ya le tenía medio olvidado,  me envió varios mensajes a través de un amigo común pero yo  orgullosamente, no le respondí, sobre todo porque nunca me pidió perdón.
Las pandillas ocupábamos la mayor parte de aquella alameda. Las Nenas teníamos reservados dos bancos. Estaban hechos de piedra, con respaldos de hierro forjado y situados bajo impresionantes árboles milenarios  que ocultaban las humaredas que se formaban con nuestros primeros cigarrillos. Los pretendientes solían sentarse en bancos contiguos y solo se les permitía ocupar nuestra zona a los que ya formalizaban una relación con alguna de nosotras, siempre bajo supervisión del grupo, claro. Justo al otro lado de la plazoleta se reunían otras pandillas que seguían nuestras mismas reglas.
Recordando todo aquello ha llegado la hora del almuerzo y yo sigo hecha un ovillo con la cabeza embotada.
Me levanto envuelta en mi manta con diseño de piel de vaca y al pasar por la cocina noto el olor de un potingue de los que prepara mi madre y que suelen aumentarte dos centímetros la cintura. Siento que no voy a ser capaz de probar bocado, así que vuelvo a revolcarme, esta vez en el sofá. Enciendo la televisión y bajo el volumen porque hay una bronca bestial entre varios contertulianos por el inesperado embarazo de una famosa.
Suena el teléfono de casa: es Matilde y mi  momento «nostalgia, me quiero morir» se interrumpe.
—Oye, no hay quien te localice, ¡lo hemos pasado genial!, ¡una botella de vino dulce entre todas!, ¿te imaginas?, ¡qué cachondeo!, yo acabo de llegar a casa—.
—Me lo imagino, sois horrorosas.
—Matilde, no sé qué voy a hacer con mi asquerosa vida, no se lo comentes a las chicas pero me encuentro tan apagada… no tengo ganas de hacer nada.
— ¡Eso sí que no te lo consiento, Laura! ¡Fuera malos pensamientos!
— ¿Qué hubiera sido de mí si no le hubiese echado cojones al asunto? ¿Qué piensas que sólo tú lo estás pasando mal?, todas hemos pasado por eso y te aseguro que se puede salir adelante.
La fuerza de Matilde  es brutal. Se ha convertido en una mujer experta en tomar excelentes decisiones sobre su vida  y es inmensamente feliz. Sabe transmitir su energía y no deja que nadie que esté a su lado lo pase mal. Es un cielo de mujer.
—Espero que mañana mi estado sea menos lamentable, «Mati», te llamo y quedamos un rato.
— ¡Pues ya mismo organizo algo  y nos vemos mañana! ¡Sin excusas, Laura, sin excusas!—, y va la tía y me cuelga.